Por: Valentín Sánchez Daza
Los nobles comuneros de Tambo, idílica localidad asentada en el distrito de Pampamarca, dibujan una expresión de felicidad. Contentos, aplauden con inocente alegría.
Ha habido un anuncio: en breve, su carretera, su plaza, serán mejoradas y ya no serán más lo que ahora son, un constreñido sendero anegado por innumerables charcas de agua y una desnivela plaza, con cercos caídos, cuyo césped crece olvidado como los inquietos niños que la transitan.
Don Tito, el teniente alcalde de mejillas entomatadas por los látigos del frío, embutido en una camisa amarilla, dice que es la primera vez que vienen, y comenta que las demás personas jamás crían que alguna autoridad vendría por esa zona.
El comunero se emociona y se atropella al hablar, es que son tantas las cosas por decir, que todas las ideas quieren salir a la vez: “el puente cayéndose, la pelea con Yanas por linderos, los niños desnutridos”.
El hombre de pelo cenizo y andar quebradizo lo escucha. Piensa en lo que dice después. Sábado y domingo, cuando no utilicen el tractor en la obra, se viene para acá. Primero la carretera, luego la plaza de armas.
También abogado para arreglar sus conflictos con Yanas. Cómo es posible que Yanas quiera que se vayan con ellos si por ley ustedes pertenecen a Yarowilca, y encima los denuncien.
Mientras se produce este encuentro una ligera lluvia comienza a descender, pero no llega a apagar el dulce semblante de los comuneros. Un viento veloz barre la tarde y da paso a la noche andina. Un par de cervezas y unos platos de pachamanca, preparadas y aderezadas por cálidas madres, han sellado la partida.
En la cabina de carro, Jorge, el hombre del cabello blanco, recuerda los muchos apretones de manos y el aprecio en todo este tiempo y en todos los lugares. Todos allí, en el carro, tienen el deseo que se puede hacer más. Todos, incluso los de la tolda, quienes van allí hacia sus pueblos aledaños.
Los nobles comuneros de Tambo, idílica localidad asentada en el distrito de Pampamarca, dibujan una expresión de felicidad. Contentos, aplauden con inocente alegría.
Ha habido un anuncio: en breve, su carretera, su plaza, serán mejoradas y ya no serán más lo que ahora son, un constreñido sendero anegado por innumerables charcas de agua y una desnivela plaza, con cercos caídos, cuyo césped crece olvidado como los inquietos niños que la transitan.
Don Tito, el teniente alcalde de mejillas entomatadas por los látigos del frío, embutido en una camisa amarilla, dice que es la primera vez que vienen, y comenta que las demás personas jamás crían que alguna autoridad vendría por esa zona.
El comunero se emociona y se atropella al hablar, es que son tantas las cosas por decir, que todas las ideas quieren salir a la vez: “el puente cayéndose, la pelea con Yanas por linderos, los niños desnutridos”.
El hombre de pelo cenizo y andar quebradizo lo escucha. Piensa en lo que dice después. Sábado y domingo, cuando no utilicen el tractor en la obra, se viene para acá. Primero la carretera, luego la plaza de armas.
También abogado para arreglar sus conflictos con Yanas. Cómo es posible que Yanas quiera que se vayan con ellos si por ley ustedes pertenecen a Yarowilca, y encima los denuncien.
Mientras se produce este encuentro una ligera lluvia comienza a descender, pero no llega a apagar el dulce semblante de los comuneros. Un viento veloz barre la tarde y da paso a la noche andina. Un par de cervezas y unos platos de pachamanca, preparadas y aderezadas por cálidas madres, han sellado la partida.
En la cabina de carro, Jorge, el hombre del cabello blanco, recuerda los muchos apretones de manos y el aprecio en todo este tiempo y en todos los lugares. Todos allí, en el carro, tienen el deseo que se puede hacer más. Todos, incluso los de la tolda, quienes van allí hacia sus pueblos aledaños.
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